Mientras la mayoría de los países aún discuten marcos regulatorios o redactan estrategias de inteligencia artificial (IA) en borradores interminables, Canadá ha decidido actuar. Y lo ha hecho a través de un enfoque inusualmente coordinado ya que el Estado marca la dirección, las universidades forman talento, y los operadores de telecomunicaciones —sí, las telcos— invierten miles de millones en infraestructura computacional para garantizar que los datos y modelos de IA más sensibles no crucen sus fronteras.
Esta apuesta por la IA soberana —un concepto que hasta hace poco parecía propio de tecnócratas europeos o discursos distópicos— ha cobrado forma concreta en los últimos meses. Telus y Bell, dos de los mayores operadores del país, están construyendo fábricas de IA basadas en tecnología de NVIDIA, diseñadas para asegurar que cada bit de información, cada inferencia algorítmica y cada innovación tecnológica permanezcan dentro del territorio canadiense, según han anunciado en sendos comunicados esta semana.
Telus planea invertir más de 70.000 millones de dólares canadienses (aproximadamente 50.600 millones de dólares estadounidenses) en cinco años, incluyendo dos centros de IA soberana en Kamloops y Rimouski. Bell, por su parte, acaba de anunciar su estrategia AI Fabric, una red de centros de datos alimentados por energía hidroeléctrica que comenzará a operar este mismo año en Columbia Británica. En ambos casos, el mensaje es claro: la soberanía no es solo una cuestión de conectividad, sino de control estratégico sobre los activos digitales del país.
Pero lo más notable del caso canadiense no es el tamaño de las inversiones, sino la coordinación multisectorial detrás de ellas. Desde 2017, el gobierno federal viene impulsando una Estrategia Pan-Canadiense de IA, canalizando fondos a través del Canadian Institute for Advanced Research (CIFAR), promoviendo marcos regulatorios como el proyecto de ley C-27, y firmando acuerdos internacionales como el Convenio sobre IA del Consejo de Europa. Al mismo tiempo, las universidades nutren el sistema con talento y transferencia de conocimiento, mientras las telcos garantizan la soberanía computacional, operativa y energética de la infraestructura.
Este ecosistema no es espontáneo. Es el resultado de una visión nacional clara que entiende que la IA no solo es un habilitador tecnológico, sino un activo estratégico de primera magnitud. En tiempos en que el poder se mide también en capacidad de cómputo, quien controla los modelos controla la narrativa. Canadá no quiere delegar ese control.
Para América Latina, la lección es tan inspiradora como incómoda. La región cuenta con operadores de red robustos, centros académicos de primer nivel y una creciente comunidad de desarrolladores. Pero carece —salvo excepciones puntuales— de una estrategia cohesionada. Los gobiernos tienden a ver la IA como una herramienta más dentro de la transformación digital, no como un vector geopolítico. Las telcos, por su parte, siguen atadas a planes de negocio centrados en conectividad y no en valor agregado digital. Y los marcos regulatorios, en el mejor de los casos, están en pañales.
Es cierto que replicar el modelo canadiense no es realista para todos. Las condiciones fiscales, la escala de inversión y la estabilidad institucional no son comparables. Pero sí es posible adoptar su lógica y reconocer que sin infraestructura local de IA, sin políticas de datos soberanos, y sin colaboración activa entre sector público, privado y académico, cualquier promesa de autonomía digital es una ilusión.
El caso canadiense también deja en evidencia el rol silencioso pero crucial que pueden jugar las telcos. En una época en la que estas empresas luchan por reinventarse más allá del transporte de bits, la soberanía digital emerge como un nuevo campo de juego estratégico. Gestionar centros de datos para IA, proveer servicios cloud especializados, asegurar el cumplimiento normativo y ofrecer garantías de privacidad pueden ser nuevas fuentes de valor, no solo para gobiernos y empresas, sino para las propias operadoras que buscan diversificarse.
Al final, lo que está en juego no es solo quién desarrolla los mejores modelos, sino quién los entrena, dónde se alojan, quién los audita y a qué intereses responden. Canadá ha decidido que esas preguntas deben tener respuestas propias y locales.