Argentina: la capacidad discrecional del Gobierno sobre las políticas de telecomunicaciones

Hace ya más de un año que el Gobierno concretó un anuncio que sorprendió a todos los actores interesados en el sector de las telecomunicaciones: la cancelación de una subasta de espectro en marcha y la asignación de esas bandas a la empresa estatal ArSat con la intención de que comience a prestar servicios móviles. Desde entonces, sin embargo, no ha habido ningún avance concreto en la iniciativa, ni información pública precisa sobre los planes y cronogramas. Lo que, por cierto, afecta a las programaciones del resto de las empresas del sector: no sólo los operadores incumbentes, que se enfrentan a un competidor de nuevo tipo (con respaldo estatal) del que poco saben, sino también de otras empresas interesadas en ingresar al negocio (como operadores o cooperativas regionales o locales), a quienes se informó inicialmente que podrían hacer uso de la red de ArSat para brindar servicios móviles.

Y no sólo la incertidumbre impacta sobre la prestación de los servicios, sino también el hecho de que la porción de espectro asignada a ArSat (más del 20 por ciento del total atribuido a comunicaciones móviles) se encuentra oficialmente fuera de uso. La iniciativa, en definitiva, sigue a la espera de las decisiones del mando político del sector, y de los acuerdos o las imposiciones que éste resuelva llevar adelante para comenzar a prestar servicios. Se trata sin duda de una situación peculiar, pero que refleja una característica largamente asentada del proceso de toma de decisiones sectoriales: la capacidad discrecional de la cúpula del Poder Ejecutivo Nacional. Eso es lo que nos proponemos analizar en esta columna.

Quien esté al tanto de la política argentina reconocerá un modo habitual en los procesos de toma de decisiones del actual Gobierno nacional: la reserva en cuanto sea posible en la elaboración de la medida, y la sorpresa en un anuncio rimbombante pero poco específico, como modo de eliminar o reducir la interferencia de potenciales actores de veto y presentarse como quien lleva la iniciativa. Y en todo caso, si la política en cuestión lo exige, sentarse a partir de ahí a negociar la implementación con los actores involucrados o de cuyo recurso se exige. Pero esta lógica se refuerza en el caso particular de las telecomunicaciones, dado que el marco normativo vigente exalta las capacidades discrecionales del Ejecutivo para la toma de decisiones, sin exigirle tomar en cuenta de modo institucional la participación y los intereses de otros actores interesados.

Este marco normativo está fundado en la Ley Nacional de Telecomunicaciones 19.798, sancionada en 1972 bajo el gobierno de facto del general Alejandro Lanusse, que atribuye al Ejecutivo Nacional plena competencia para establecer, explotar, autorizar a terceros y controlar todo servicio federal de telecomunicaciones. Desde entonces, hubo escasos proyectos de actualizar la ley, ninguno de los cuales llegó a tratarse en plenario en las cámaras del Congreso. Los sucesivos gobiernos han preferido, en cambio, promover modificaciones parciales mediante resoluciones administrativas y decretos ad hoc, lo que ha conformado un marco fluctuante y poco ordenado, resaltando la discrecionalidad gubernamental.

En este contexto, se debe destacar la casi nula participación del Poder Legislativo en la fijación de las políticas del sector. En estos 40 años, sólo intervino en forma directa en 1989 para dar su aprobación general a la Ley de Reforma del Estado que habilitó la privatización de empresas públicas, incluyendo las de telecomunicaciones, tras lo cual sólo se limitó como cuerpo a “expresar preocupación” ante alguna coyuntura puntual de relevancia pública.

Y aunque existieron algunos –pocos– proyectos presentados por legisladores o bloques minoritarios destinados a reglamentar aspectos parciales de las telecomunicaciones, nunca lograron superar el ámbito de las comisiones parlamentarias. A lo que se suma la excepción que confirma la regla, cuando en 2004, como consecuencia de la reacción pública a un conocido caso de secuestro delictivo (en el que se utilizaron teléfonos celulares no registrados), el Congreso sancionó la Ley de Servicios de Comunicaciones Móviles 25.891, una norma extremadamente genérica destinada básicamente a establecer “la prohibición de comercialización de servicios por revendedores, mayoristas y cualquier otra persona que no revista carácter de legalmente autorizada para ello”, pero que no avanzó de ningún modo en la regulación del servicio. Y que, como muestra de lo que venimos diciendo, no fue reglamentada por ningún Gobierno desde entonces, por lo que no se encuentra en práctica.

Se podría, no obstante, atribuir este predominio del Ejecutivo sobre las políticas del sector al arraigado presidencialismo argentino, y remarcar también que constituye un rasgo bastante habitual en la región. Sin embargo, el asunto se profundiza cuando se evalúa la forma en que el Ejecutivo implementa dichas políticas.

Los decretos que configuraron el proceso de privatización de ENTel en 1990 establecieron la emergencia de un ente regulador, la (precedente) Comisión Nacional de Telecomunicaciones (CNT), como agencia descentralizada de la (por entonces) Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas de la Nación (Decreto 1185/90). La misma debía funcionar en forma autónoma y desarrollar las funciones de regulación administrativa y técnica, control, fiscalización y verificación en materia de telecomunicaciones. No obstante, su autonomía se vio afectada desde el inicio, con frecuentes y sucesivas intervenciones administrativas, cambios de dependencia institucional y traspaso de atribuciones a su principal político (Decretos 136/92, 2160/93, 515/96 y 660/96).

Desde entonces, la resultante Comisión Nacional de Comunicaciones (CNC) opera como un organismo descentralizado a cargo del control y la fiscalización técnica del sector, pero plenamente limitada por su vínculo administrativo con la Secretaría de Comunicaciones (Secom), que concentra las responsabilidades de fijación de las políticas públicas. De hecho, la CNC se encuentra intervenida ininterrumpidamente desde 2002, tras la sanción de la Ley de Emergencia que siguió a la crisis económica y política (Decreto 521/2002).

A pesar del crecimiento y estabilidad política de esta última década, la intervención ha sido prorrogada año a año vía decreto, sobre la base de “la necesidad de finalizar el proceso de reorganización iniciado” (Decretos 25/12 y 326/13). En los más de 20 años de existencia del ente regulador, nunca se consolidó un sistema de concurso de directores ni de formación de una burocracia técnica que opere en forma autónoma.

La Secom, por su parte, es una agencia del Gobierno dependiente directamente del Ministerio de Planificación Federal, que tiene “la competencia exclusiva para la elaboración y ejecución de las políticas a aplicar en el ámbito de las comunicaciones” (Decreto 1142/03). La misma opera como la autoridad de decisión y aplicación de las normas del sector, quedando a su cargo, por ejemplo, el otorgamiento (y la declaración de caducidad) de las licencias de servicios de telecomunicaciones y la asignación de espectro radioeléctrico, lo que otorga al Ejecutivo un poder discrecional de decisión sobre la entrada de nuevos operadores al mercado (o sobre la salida de los existentes).

El problema se refuerza ante la ausencia de canales institucionales o formales que prevean el acceso de otros actores interesados a los procesos de toma de decisiones de las agencias de aplicación o de control: no está prevista la participación regular de otros organismos públicos, ni de empresas (operadores o proveedores), asociaciones de usuarios o consumidores, colegios profesionales, representantes académicos, etcétera. Los únicos casos en el sector en los que está prevista institucionalmente la obligatoriedad de consulta formal con otro organismo público son los de defensa del consumidor y de la competencia, tal como corresponde a la generalidad de los servicios públicos acorde a las leyes respectivas (Ley 24.240 de Defensa del Consumidor y Ley 25.156 de Defensa de la Competencia).

No obstante, eso se aplica exclusivamente al segmento de telefonía fija, dado que ni las telecomunicaciones móviles ni la provisión de acceso a Internet son considerados servicios públicos en la Argentina. Pero a esto se suma otra particularidad institucional: las agencias de aplicación respectivas, la Subsecretaría de Defensa del Consumidor (SDC) y la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia (CNDC), no constituyen órganos autárquicos, sino que ambas dependen institucionalmente de la Secretaría de Comercio Interior del Ministerio de Economía de la Nación, y sus titulares son designados (o removidos) a voluntad por el Presidente de la República. Además, sus dictámenes operan como “recomendaciones” al Secretario de Comercio Interior, pero no tienen título vinculante.

Revisando históricamente el desempeño de las mismas, se encuentra que en los pocos casos en que han intervenido en el sector han resuelto de modo acorde a los intereses y/o directivas del mando político.

Tampoco existe como práctica regular la presentación de agendas de trabajo para su discusión ni la convocatoria a audiencias: aunque los documentos de consulta y las audiencias públicas están previstos en la normativa, tienen sólo carácter consultivo y no vinculante, y en las pocas ocasiones en que se implementaron fue por exclusiva voluntad del Gobierno y no resultaron en efectos contrarios a sus intereses.

La única vía que estos actores encuentran para intentar influir institucionalmente sobre las decisiones de política, en general a modo de veto o rechazo, ha sido la presentación de recursos ante el Poder Judicial. Eso ha sucedido en varias casos puntuales, pero sólo en pocos han logrado efectos concretos sobre los desarrollos de política.

Ahora bien, debemos hacer aquí una advertencia fundamental: lo dicho no significa que esos actores no sean tenidos en cuenta en los procesos decisorios. Más bien resalta la existencia de un esquema de negociaciones informales con centro en la alta jerarquía política del sector: el Ministro de Planificación, el Secretario de Comunicaciones y sus intercambios con otros altos funcionarios del Gobierno o con otros actores públicos o privados que coyunturalmente logran acceso. Un esquema del que, por norma, no emerge información pública, quitando posibilidad de trasparencia y accountability. Lo que aumenta considerablemente las oportunidades de “captura” del decisor o del regulador, que suelen quedar sujetos a intereses particulares de corto plazo (sean políticos, sean de negocios) que se imponen en general sobre objetivos sectoriales o sociales de más largo plazo.

Este funcionamiento ha operado a su vez como incentivo para que los sucesivos Gobiernos no promuevan un cambio general del esquema normativo, dado que el paso a uno institucionalmente más equilibrado o autónomo reduciría su capacidad de intervención discrecional, algo contrario a sus intereses políticos inmediatos.

A lo largo de las dos últimas décadas, se han registrado numerosos ejemplos de procesos de toma de decisiones discrecionales y opacos, a los que se suma una práctica de aplicación errática o arbitraria de las normas vigentes (a través de simples resoluciones administrativas ad hoc o de la demora injustificada en su puesta en práctica). Ejemplos de ello van desde el cuestionado rebalanceo tarifario y las licitaciones “a medida” de las incumbentes del espectro para Servicios de Comunicaciones Personales (PCS) a finales del Gobierno de Carlos Menem, como la falta, demora injustificada o precaria instrumentación de los reglamentos vigentes de servicio universal, desagregación de bucle local, portabilidad numérica o regulación de acuerdos de interconexión de la última década.

En este contexto, no debe sorprendernos en nada la discrecionalidad de los manejos alrededor del ingreso de ArSat en telecomunicaciones móviles.

Politólogo especializado en telecomunicaciones. Investigador de la Universidad de Buenos Aires (UBA).

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