Los tiempos de las telecomunicaciones en Argentina: Hablar en futuro, pensar en presente y conjugar en pasado

Hace unos días, los jugadores del mercado de las telecomunicaciones en Argentina fueron autorizados a incrementar los precios de los servicios TIC por parte del Ente Nacional de Comunicaciones (Enacom). Aun cuando necesario, el anuncio demuestra las dificultades que deben afrontar, desnuda la ineficiencia de algunas medidas regulatorias y, en fin, pone en evidencia que el futuro no es promisorio.

Esta decisión es una consecuencia de la modificación unilateral, inconsulta y poco meditada de la Ley “Argentina Digital” por el Decreto de Necesidad y Urgencia N° 690/2020. Esta última medida, como todos sabemos, dispuso que los Servicios TIC y el acceso a las redes de telecomunicaciones para y entre sus Licenciatarias, son servicios públicos esenciales y estratégicos en competencia. A su vez, facultó al ENACOM, en su carácter de Autoridad de Aplicación, a regular los precios de esos servicios.

Es decir que estamos ante una fuerte intervención del Estado en la economía. Desde un punto de vista clásico, que una actividad sea declarada servicio público implica que quedará al margen del mercado. Dado que es una medida extrema, las razones para justificarla son muy restrictivas. Más allá de algunas particularidades técnicas, la decisión estuvo dirigida a controlar los precios del servicio de telefonía móvil, acceso a Internet y televisión por cable.

Se puede repetir lo que ya se ha sostenido casi hasta el cansancio: este decreto no era ni necesario ni conveniente. La falta de análisis de las consecuencias regulatorias de una intervención de estas características es reconocible hasta por el más desprevenido. No tiene en cuenta ni la complejidad de actuación ni las características particulares de cada uno de los servicios sobre los que impacta. Por eso, es difícil encontrar alguna justificación que respalde una intervención tan exagerada.

Pero vamos más despacio. Tengo la intuición que para darle sustento a estas reflexiones debería mostrar un marco más preciso de comprensión.

En primer lugar, hay que señalar lo obvio: la gestión de la cosa pública no es sencilla. Las cuestiones que debe analizar quien toma una decisión pública son numerosas; ya sea por sus efectos, sus alcances o sus implicancias sistémicas. Desde la teoría del control de la gestión pública, se pretende que esas decisiones cumplan las tres “e”: deben ser económicas, eficientes y eficaces. Es decir, debe ser la que menos recursos consuma, la que maximiza los resultados a los que se quiere arribar y debe ser idónea para alcanzar esos objetivos. Además, se les exige que sean éticas y que encajen en el entorno al que se dirigen.

Por supuesto, estos criterios deben conjugarse de manera adecuada para evitar resultados paradojales. Como dice Hugo Acciarri (N. de la R.: autor del libro Elementos de análisis económicos del derecho de daños) debemos tener en cuenta que: “Matar moscas con bombas atómicas puede ser muy eficaz (hay una alta probabilidad de lograrlo) pero no parece muy eficiente, dado que incurriríamos en demasiados costos (insumos) para esa finalidad (resultado)”.

Para poder cumplir con estas exigencias, los decisores deben apoyarse en datos objetivos para, entre otras cosas, considerar el impacto de sus decisiones. Necesitan, además, un diagnóstico certero de la situación sobre la que pretenden incidir. La importancia de esto es simple: solo pueden atender las causas y los efectos de un problema si lo tienen bien identificado. De lo contrario, puede ocurrir que ataquen sus consecuencias, pero no las causas que lo generan.

Los gestores de la cosa pública, además, deben analizar el impacto institucional y económico de los cursos de acción que proponen. Para hacer esto, tienen que considerar las externalidades de sus decisiones. Esto es, deberían tener en cuenta sus consecuencias negativas. Todo esto permite analizar e identificar decisiones que minimicen esos efectos adversos.

Estas cuestiones son herramientas útiles para analizar la tan esperada noticia para el sector de las telecomunicaciones argentino.

Como dije, el Enacom finalmente autorizó a partir del 1° de mayo de 2022, un incremento de los Servicios TIC en hasta un 9,5 por ciento; tomando como referencia sus precios vigentes y autorizados mediante Resoluciones Enacom1466/2020; 203/2021 y 862/2021. A su vez, autorizó a partir del 1° de julio de 2022 un nuevo incremento por el mismo porcentual y sobre los mismos precios, tomando como referencia los valores actualizados. Para el caso de los Servicios de Comunicaciones Móviles en la modalidad prepaga fijó, directamente, precios máximos.

El analista Enrique Carrier ha dicho que “si se comparan los aumentos autorizados acumulados desde la vigencia del DNU 690 con la inflación correspondiente al mismo período, queda en claro que lo que el Enacom pretende es, lisa y llanamente, forzar una reducción de los precios tan marcada que sólo podría redundar en empresas operando deficitariamente”.

Si esto es así, un buen interrogante que podríamos hacernos es ante qué tipo de medida regulatoria nos enfrentamos. Pienso que la respuesta es bastante obvia: estamos en presencia de una clara política económica antiinflacionaria. Sabemos las dificultades que tiene que afrontar Argentina por la escalada inflacionaria que venimos soportando, con particular énfasis en el último tiempo. Por ejemplo, si calculamos la inflación acumulada desde el mes de agosto de 2020, fecha en que se dictó el Decreto 690/2020, hasta el mes de abril de 2022 advertiremos un incremento del 105,87 por ciento, es decir, un incremento promedio del 54,22 por ciento por año y 3,68 por ciento por mes.

Esta no debería ser, sin embargo, la función del regulador sectorial. Esto es así porque no actúa con una mirada de largo plazo sobre cómo incidirán sus decisiones respecto de los agentes del mercado y los consumidores. Parece que su mirada no tiene un mayor alcance que 2023. Del regulador se espera, no obstante, independencia estructural, funcional y normativa. Un regulador debe dictar reglas claras y vinculantes para asegurar el funcionamiento adecuado de una actividad económica. Para eso, debe actuar con una mirada a largo plazo que procure alcanzar un equilibrio entre las necesidades actuales y las previsiones sobre cómo responderán a sus decisiones los afectados por la regulación.

Este problema, en lo que a precios se refiere, es que fija tarifas que ni son justas ni razonables, no cubren los costos de la explotación, generarán una prestación ineficiente del servicio y reducen hasta lo irrazonable el margen de operación. En definitiva, no respeta ninguno de los parámetros fijados por el propio artículo 48 de la Ley 27.078. Si el sintagma “justo y razonable”, como sostiene Alberto Bianchi (N. de la R.: constitucionalista argentino), busca el equilibrio entre los derechos de usuarios y licenciatarios parece que no vamos por buen camino.

Además, debemos pensar qué incentivos generan estas autorizaciones de precios, dispuestas por debajo de los índices inflacionarios. No es muy difícil pensar que no generará más inversiones. A menos que presupongamos que los jugadores del mercado se convertirán en buenos samaritanos que pretenden el beneficio ajeno, aun a costa del sacrificio propio. Una asunción de este tipo, en verdad, no parece sostenerse sobre una buena antropología.

Por otro lado, la Corte Suprema de los Estados Unidos sostuvo, en una decisión relativamente reciente, que las agencias regulatorias pretenden ser efectivas. Para eso, ellas buscan generar el cumplimiento de sus decisiones. Si las decisiones regulatorias en nuestro país, no obstante, exigen que las empresas trabajen por debajo de sus costos de operación, que se vean imposibilitadas de hacer inversiones cotizadas en dólares y que las posibilidades de repago sean nulas o casi nulas, solo les queda un camino. Este no es otro que la judicialización constante de las medidas estatales.

Esto genera más incertidumbre, con la consiguiente falta de infraestructura para responder a las demandas de los usuarios.

Esta proyección no es un ejercicio de imaginación prospectiva. El Decreto 690/20, como todos sabemos, fue suspendido judicialmente porque impuso un sacrificio desmedido sobre las empresas, que puede resultar perjudicial incluso para quienes dice proteger. Si esto es así, podríamos preguntarnos si está bien enfocada.

Las medidas extremas se justifican ante situaciones graves. No podemos aceptar que no aprendimos nada en todo este tiempo. Parte de ese aprendizaje, sin dudas, es que las medidas restrictivas de los derechos tienen su costo. Un costo que se paga en moneda de libertades. Respuestas simples, superficiales y apresuradas, que no van al foco del problema, sino que solo lo circundan, crean nuevos conflictos y generan siempre consecuencias negativas. La más obvia: la falta de inversiones conlleva menor calidad en la conectividad. Esto es una consecuencia de los bajos niveles de penetración de fibra óptica en Argentina, en comparación a otros países de la región.

Esta es la política de cortar rosas con podadora: medidas efectivas para extraer las flores, pero pueden destruir el rosal. Sin metáforas: se asegura el acceso presente a las redes, pero hace peligrar su funcionamiento futuro. En definitiva, de poco sirven las declamaciones en un lenguaje repleto de referencias a la protección de derechos sino generemos las condiciones para su ejercicio. Las posibilidades de garantizar la conectividad futura dependen de lo que hagamos aquí y ahora. Las medidas comentadas, sepámoslo, están pensando en presente, hablan de futuro, pero conjugan en pasado.

Abogado, egresado de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Master en Global Rule of Law and Constitutional Democracy (Universidad de Génova); Master en “Derecho y Argumentación Jurídica” (UNC); Master en Derecho Administrativo (Universidad Austral), Docente “Derecho Constitucional” (UNC y Universidad Siglo 21) Socio a cargo del área de recursos, derecho administrativo y práctica regulatoria de “MAG - ABOGADOS”.

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