Cabrera 6047: el depósito de ilusiones

Finalmente, llegó el gran, y recelado, día. Luego de cavilar largamente la decisión durante tres años, Juan reunió al staff de TeleSemana y les comunicó la difícil resolución. Venía imaginando hacía semanas, meses, cómo lo articularía. Temía generar incertidumbre o desconcierto entre la gente; que pensaran que las cosas no iban bien. Se armó de valor y, expectante, les dijo: “tomamos la decisión de cerrar la oficina”.

Las exclamaciones que escuchó en seguida no fueron de preocupación, sino de júbilo. Puede también que la alfombra gris del séptimo B de Cabrera 6047, en uno de los rincones más renovados de Palermo Hollywood —Buenos Aires— haya sido testigo silencioso de algún que otro imperceptible saltito de alegría.

Claro que a la historia del cierre de la oficina de TeleSemana, allá por 2017, le precedió otra, tal vez igual de celebrada pero mucho menos populada: la de la inauguración, exactamente 10 años antes.

Apertura de oficinas en Buenos Aires

TeleSemana es un medio nativo digital, y como tal, su historia está atravesada por la virtualidad, pero también tiene sus raíces en el mundo físico. Detrás de su ADN de unos y ceros, de servidores y conexiones remotas, están las personas. Fue nutrida de sueños y anhelos humanos, que residen en el mundo natural.

Hoy, en 2023 y después de una pandemia y aislamiento global, resulta algo inaprensible la importancia que tuvo la oficina —al menos para uno de sus fundadores y gran parte del equipo, y por qué no, para la percepción del público— en su momento.

Para Juan Giménez en 2007, la trascendencia de sentar los headquarters de Tele-Semana —aún no había perdido el guión por la época— iba desde lo personal hasta lo comercial e incluso lo sentimental. Era dejar de trasladarse desde su departamento hasta la oficina montada en casa de sus padres (por razones de espacio), pero también, volver a tener contacto con la gente, interactuar, tomar un café. Y por sobre todo, era darle cuerpo, forma, y una dirección postal al proyecto. Ya no haría falta googlear el clima en Miami antes de conectar el Vonage; ahora bastaría con abrir una hendija en la persiana americana del ventanal que miraba al sudoeste, a través de la calle José A. Cabrera.

En 2007, el mundo de los negocios era, todavía, eminentemente físico. Se arrellanaba sobre papeles, archiveros, abrochadoras; escritorios, bibliotecas, impresoras, tabiques y puertas. Y la industria de las telecomunicaciones —enraizada sobre los correos y telégrafos—, si bien comenzaba a avizorar el mundo virtual, continuaba respondiendo a esa idiosincrasia. Toda empresa seria tenía su lugar entre cuatro paredes de hormigón. Y ahora Tele-Semana también tenía el suyo.

“Fue una parte muy linda y divertida. Yo en ese momento, si no recuerdo mal, tenía 27 años y me sentía Michael Douglas en ‘Wall Street’, armando todo el circo de la oficina, los escritorios, el mobiliario, la conectividad y la decoración. Armamos la oficina, hicimos que la gente tenga un lugar a donde ir a trabajar presencialmente. Algunos lo padecieron más que otros, porque estaba Lucas y Leticia también en su momento, vivían lejos y significaba un tiempo de traslado grande. Hoy, viendo hacia el pasado, parece innecesario, pero supongo que cumplió un ciclo. Apareció la oficina en un momento donde necesitábamos quizá demostrarnos que Tele-Semana no era sólo una URL, sino que había algo detrás. Y la forma en esa época old school era tener un lugar para depositar esas ilusiones, una oficina física”.

El summum de la parafernalia oficinista fue probablemente la máquina de café. Tal vez influido por la nueva ola de los espacios de trabajos cool de las nuevas big-tech, startups, los comienzos recientes del coworking —y por supuesto, el barrio de Palermo Hollywood—, y aún en medio de su rapto de fiebre administrativa, Juan se había empeñado en alquilarla: “pensé que era Google la oficina, y nadie tomaba café salvo yo. El servicio incluía una determinada cantidad mensual de bolsas de café. Una noche que regresé a casa temblando por las grandes cantidades de cafeína que traía encima, me di cuenta que quizá había ido demasiado lejos”.

Así, hay cientos o miles de historias. Podría ser hasta injusto intentar quedarse con una o dos sobre la sede de Tele-Semana en Buenos Aires. Fue una década de experiencias para muchas vidas, más de una decena de personas que a lo largo de ese tiempo dieron vida al medio. Baste, por ahora, resumir en que fue el escenario de muchas ilusiones y trabajo duro, pero mucha diversión y alegría.

Llegó, también, el momento donde la oficina dejó de tener sentido. “No por el gasto en sí de la oficina, sino a mí en lo personal también a veces iba a la oficina más por compromiso de ir a la oficina que por necesidad. Cuando estábamos en la oficina muchas veces nos hablábamos por instant messaging, en lugar de levantarnos e ir a cinco metros a donde estaba el compañero o compañera”.

Desde el punto de vista comercial, el espacio no tenía mayor relevancia. A lo largo de diez años, Juan había recibido menos de una veintena de clientes en su despacho. “El 99 por ciento de los clientes y contactos de Tele-Semana, las personas con las que teníamos trato, no residían en Argentina, por lo que no ameritaba invitarlos a la oficina. No había forma de invitarlos a la oficina. Y cuando estaban de visita en Buenos Aires, hacía mucho más sentido llevarlos a comer o agasajarlos de otra manera”, explica Juan.

De este modo —algunos años antes de que todo el mundo lo hiciera por razones de fuerza mayor— comenzó la nueva etapa híbrida de TeleSemana. La segunda, de hecho, para ser correctos. El regreso a la virtualidad casi plena, con encuentros presenciales cuando era imperativo. Como su origen. Los llamados de los viernes por Vonage fueron reemplazados por reuniones virtuales vía Zoom, Meet, o alguna otra plataforma similar; Skype hizo lugar a WhatsApp.

Allí queda, no obstante, el recuerdo de la suite 7B de Cabrera 6047, con sus enormes escritorios, el acrílico con el logo de TeleSemana que recibía a sus visitantes, sus tabiques de vidrio y aluminio, la máquina de café y el ventanal mirando hacia el Mercado de las Pulgas. Un paso que tal vez no fuera necesario, pero que sin lugar a dudas fue determinante.

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